Por Pablo Díaz, Consultor en marketing político

Eliminar la inflación de manera fácil. Pobreza cero. Lluvia de inversiones. Volver a comer asado. Heladera llena. Terminar con la argentina de los vivos que se zarpan contra la salud de la gente. Gobierno de científicos y no de CEOs, negando la posibilidad que llegue el coronavirus a la Argentina. Los 20 millones de vacunados en diciembre del 2020. Son algunas de las tantas promesas originadas desde lo más alto del poder político argentino en los últimos siete años en pos de ganar el apoyo de la gente.

Nadie puede estar en contra de tan altruistas ideales u objetivos, eso está claro, el problema está en la efectividad de su realización. Ninguno de ellos pudo ser concretado. Y reitero, son solo algunos mínimos ejemplos que rescaté del arcón de las promesas imprudentes de la política a las que podría sumar decenas más con solo repasar los dichos de gobernadores e intendentes en el mismo periodo.

Es sabido que no se ganan elecciones sin conseguir el apoyo popular. De allí que muchos candidatos se embarcan en propuestas y promesas de campaña tan inverosímiles como la de “dinamitar el banco central”, por ejemplo. Esto ya ha sido largamente estudiado en la historia y su conclusión magistralmente planteada en el llamado “Teorema de Baglini” (ex senador nacional de la UCR de los ’80) que sostiene que el grado de responsabilidad de las propuestas de un partido o dirigente político es directamente proporcional a sus posibilidades de acceder al poder.
Pero el apoyo popular se consigue de muchas maneras y no necesariamente con propuestas estrafalarias. De hecho, he asesorado varias campañas electorales donde mis clientes candidatos las ganaron sin decir una sola promesa ¡Ni una sola! Obvio que para lograrlo hay que conocer mucho al electorado y realizar buenos diagnósticos que identifiquen las verdaderas causas del voto. Cosa que la mayoría de los partidos y políticos no hacen, optando por volcarse a la promesa fácil.

El problema se presenta cuando esos candidatos tienen la suerte de ganar la elección: cumplir sus promesas se transforma en una misión imposible. Y ahí empiezan los relatos que rescatan “las herencias recibidas” y el escudarse tras “los imponderables”. Las excusas típicas que la gente ya conoce y no cree más.

Los gobiernos pueden cometer muchos errores intentando hacer algo que creyeron necesario. Y la gente los entenderá. Ese no es el problema. El problema es cuando se defraudan las expectativas generadas. Cuando la gente se da cuenta que fue engañada y usada por el político o la política a la que le confió su futuro. Ese problema, que no es nuevo, se agrava mucho más en este tiempo de instantaneidad informativa gracias a las conexiones en redes que facilitó la digitalización de las comunicaciones.

Y el problema que tiene la política con las redes sociales no es solo que sus líderes no sepan cómo usarlas para conectar con sus electores y gobernados sino, y fundamentalmente, se centra en las conversaciones de esos electores y gobernados que los interpelan, directamente y en tiempo real, a la par que en forma colectiva van construyendo nuevas agendas políticas muy diferentes a las que proponen las elites de poder.  Allí se gestan los caldos de cultivo que terminan, por ejemplo, en crisis populares como las de Chile y Ecuador de 2019 y Colombia de este año. Crisis de representación política que el resto del continente americano no está exenta de sufrir.

En Argentina por caso, hoy no existe encuestadora que no haya medido este fenómeno y que registre en altos valores negativos la valoración de los líderes y del sistema de poder vigente.
Son contados con los dedos de una mano los líderes políticos cuya imagen positiva supere la negativa, incrementando a valores más que preocupantes el descreimiento de los electores y ciudadanos con todo el sistema institucional (político, judicial, empresarial, gremial, etc.). Aquel viejo axioma que reza sobre la necesidad de “gobernar para las próximas generaciones y no para las próximas elecciones”, adquiere así una urgencia vital para la salud de nuestra democracia.