Por Guillermo Ricca. Dr. en Filosofía.
En Argentina, el rock tiene una genealogía que remonta una serie de gestos contraculturales y anti policiales. En un país donde el gobierno cívico militar de Onganía hacía razzias en los telos, metía presos a pibes por usar el pelo largo o a pibas por usar minifalda, el incipiente rock que, en esas épocas no se llamaba a sí mismo así, sino música progresiva o música alternativa en contraposición a la música comercial, pasatista o conformista como también era denominada desde las trincheras contraculturales del incipiente rock nacional, posicionarse de manera inconformista, rebelde o disidente era el equivalente a desafiar al sistema. Algo que el sistema se tomó en serio llevando presos a músicos y público en reiteradas ocasiones o directamente prohibiendo los recitales de música progresiva o permitiéndolos en horarios diurnos, más aptos para la misa que para un concierto de rock.
Por caso, la presentación de Artaud de Pescado Rabioso (en realidad, de Luis Alberto Spinetta), por ejemplo, fue un domingo, a las 11 de la mañana, en el teatro Astral. Era el año 1973. El propio Spinetta cuenta, en una entrevista radial una anécdota a propósito de esa manía policial de llevarse rockeros en cana. Cierta vez, asediado hasta el hartazgo por la policía, Spinetta escupió a un uniformado que estaba parado al lado del escenario, casi como un músico más de la banda. Fin del concierto y todos al furgón. En el calabozo de la comisaría, en una de las paredes estaba escrito: “Las almas repudian todo encierro” verso de Cantata de puentes amarillos, uno de los temas emblemáticos del disco Artaud. Spinetta le dice a un policía que ese verso estampado en la pared del calabozo es de una canción suya; entonces el cana va y trae un disco para que se lo autografíe en la tapa, para su hija. En Spinetta, esa actitud contracultural, de no venderse, de no ceder al negocio, permaneció hasta el fin. Fue enunciada en Manfiesto: Rock, música dura, la suicidada por la sociedad. El texto se entregó como panfleto en la presentación de Artaud. Le lee allí:
El Rock no es solamente una forma determinada de ritmo o melodía.
Es el impulso natural de dilucidar a través de una liberación total los conocimientos profundos a los cuales, dada la represión, el hombre cualquiera no tiene acceso.
El Rock muere sólo para aquellos que intentaron siempre reemplazar ese instinto por expresiones de lo superficial, por lo tanto, lo que proviene de ellos sigue manteniendo represiones, con lo cual sólo estimulan “EL CAMBIO” exterior y contrarrevolucionario.
Y no hay cambio posible entre opciones que taponan la opción de la liberación interior.
Hace apenas unos días Charly García cumplió setenta años. Es autor de la banda de sonido de las vidas de varias generaciones, incluida la mía. García fue el poeta que narró entre líneas el horror de la dictadura en las canciones de La máquina de hacer pájaros y de Serú Girán. Desde La grasa de las capitales, pasando por Noche de perros, Canción de Alicia en el país, Los dinosaurios, Inconsciente colectivo, Nos siguen pegando abajo, Plateado sobre plateado (Huellas en el mar), por mencionar sólo algunas. Hoy, para cierta gente poco advertida, el rock es una música más que se consume, entre otras. Hay una profunda incoherencia entre la identificación de derecha o de gente común—la gente común siempre es de derecha–y el gusto por la música de Charly García y por el rock, en general. ¿Qué pasará por la cabeza de alguien que lleva la marca de identificación con el macrismo y, a la vez, escucha a Charly o a Spinetta? ¿En qué piensa cuando Charly canta “Yo que crecí con Videla/yo que nací sin poder/ yo que luché por la libertad, pero nunca la pude tener…/yo que viví entre fascistas…” o cuando Spinetta canta: “Es este mundo de locos y fascistas, dime nena como puedo yo cambiarlo”? ¿En qué piensan los herederos del discurso de la dictadura que identifica al populismo con el mal que debe ser erradicado—así pensaban quienes formaban la coalición cívico militar de la dictadura que se cargó un genocidio para acabar con el populismo–¿se puede ser de derecha y rockero? La política ¿no es aquello que surge, cada tanto, para interrumpir el orden policial que instauran las oligarquías? “Huellas en el mar/sangre en nuestro hogar/¿por qué tenemos que ir tan lejos para estar acá?” canta Charly García en Plateado sobre plateado (huellas en el mar).
La poesía de García registra la persecución de los exiliados, la desaparición forzada de los desaparecidos y la tortura: “y es que aquí, el trabalenguas, trabalenguas, el asesino te asesina y es mucho para ti […] Un río de cabezas aplastadas por el mismo pie, juegan criquet, bajo la luna/ Estamos en la tierra de nadie, pero es mía/ Los inocentes son los culpables dice su señoría/ el rey de espadas…Podría suponerse que, para hacer tolerable para sí mismo el odio al pueblo, el argentino o la argentina de derechas que gusta de la música de García o de Spinetta, necesita suspender la poética que va unida a la música, algo típico de la canción en sí; es decir: cancelarlo para que la música no interfiera la pasión de odio que vertebra esa vida y la música siga siendo música de fondo para cualquier fiesta animada.
Una vida vivida en esa dimensión está entregada de manera incauta a la imitación de los afectos que un amo recluta al servicio de la dialéctica histórica, es decir, de la continuidad por otros medios de aquello que García y Spinetta denuncian en sus poéticas: un mundo de fascistas ¿Qué queda de aquel antifascismo visceral del rock argentino, un antifascismo que se remonta a sus poéticas fundacionales y más emblemáticas? Queda mucho, afortunadamente, aun cuando el rock ya sea parte del mainstream cultural. Basten como ejemplo algunas referencias actuales: Tantas voces tan urgentes/tanta gente indiferente/los fascistas de siempre /no tienen dos dedos de frente/ canta Manuel Moretti en “Tanta gente”, de Estelares o, Fito Páez cuya codificación poética no rehúye una coherencia molecular en su poética, de punta a punta.
Hay una diferencia entre las oligarquías de comienzos del siglo XX y las del siglo XXI. Las oligarquías del siglo XX, aquellas que Josefina Ludmer denominó coalición liberal estatal eran letradas y tenían en sus filas no sólo a dirigentes de los partidos conservadores, dicho sea de paso, al servicio del fraude patriótico, sino que también contaban con escritores como Eugenio Cambaceres, Leopoldo Lugones o José Ingenieros. Vale decir que la legitimidad que buscaba la coalición que conformaba a las elites oligárquicas de las primeras décadas del siglo XX en Argentina se mueve en varios frentes, también en el frente cultural.
Las nuevas oligarquías del siglo XXI, herederas de los intereses de aquellas, sin embargo, no sólo son iletradas, sino que exhiben un desprecio reactivo por todo lo que huela a cultura o se emparente con algo semejante a una vida intelectual. Un desprecio que, sin dudas, tiene que ver con el resentimiento hacia un mundo que les es esquivo, porque no funciona como funcionan los mercados o la acumulación (ver: Acumulación). La modernidad cultural pone en escena tramas de emancipación e igualdad que a las nuevas derechas les resultan repugnantes.
Tengo para mí que de esa gente habla Pascal Quignard en El odio a la música. Los individuos de la derecha que escuchan una música que no pueden oír sino como ruido de fondo, como una suma odiosa de sonidos, son como los kapos de los Lager que musicalizaban el exterminio. La diferencia entre unos y otros es gradual y de condiciones de posibilidad ya que, las nuevas oligarquías, si pudieran, si estuviera a su alcance y contaran con los medios, no dudarían en exterminarnos. Los apelativos al nombre cucaracha para nombrar la identificación política de los sectores populares, guardan un peligroso parecido con la deleznable metáfora de las ratas con la que los nazis mentaban a la nación judía.