Por Hugo Busso. Dr. en Filosofía. Autor de Ecoocreatividad, EDUVIN, 2022. Profesor universitario en Paris (Francia)

Estamos en tiempos bisagras en nuestro hermoso planeta. Hay que elegir, decidir, apostar, comprometerse. Habrán nuevas elecciones generales en todos los países democráticos. Pero lo más importante es lo que hacemos todos los días, en la vida cotidiana en la coherencia entre lo que anhelamos, decimos y hacemos. La ecoocreatividad (ecología, cooperativismo, creatividad) se abre socialmente, a modo propositivo y experimental a pensar las posibilidades individuales del día a día y las políticas para no continuar pendularmente a seguir con modelos societales ya fracasados. Es una invitación en lo personal, a no escindir en el modo de vida la filosofía, la política, la espiritualidad.

En lo colectivo, a no repetir las experiencias que condujeron al “corralito” en 2001, así como a evitar el retorno a improbables discursos de soberanías nacionales, cerradas política y económicamente al comercio mundial. Se suman a estos desafíos de evitar retornos a modelos indeseados, los de la crisis ambiental y civilizacional que imponen discreción en los modelos de vida y crecer económicamente de modo responsable, de otro modo, selectivo, solidario, frugal, cooperativo. Entonces, ¿qué hacer?: crecer, decrecer, esperar el derrumbe civilizacional, clamar por el “¡sálvese quien pueda!”, rezar a dioses conocidos y/o desconocidos, apostar a la innovación tecnológica como vía salvífica…

La ecoocreatividad está por el crecimiento de la calidad del aire, del agua, de la vida, de la superficie de los bosques y de la cantidad de biomasa de los animales salvajes, del crecimiento de lugares protegidos y del reciclamiento de desechos en materia primas. También es consciente que el decrecimiento de la economía del consumo en su versión actual es un imperativo vital. El desarrollo capitalista moderno no es ni puede ser sostenible con sus imperativos actuales decrecimiento ilimitado, porque es un oxímoron, ya que más crecimiento es más destrucción de la biodiversidad y de las condiciones que la hacen posible. Es decir, el “crecimiento sostenible” en el sentido del modelo de desarrollo imperante es una impostura, porque es la causa de la destrucción de la vida misma, porque si esta no crece, la muerte se aproxima como totalidad sistémica. Esto es lo que genera eco ansiedad y otras patologías de desencantamiento del mundo. El crecimiento económico no tiene nada que ver con el crecimiento biológico, ya que el organismo que crece se modifica y se transforma cuantitativa y cualitativamente. Se ha querido hacer la analogía de la economía como organismos vivientes ya que estas nacen, crecen, se desarrollan y perecen, es decir, a modo de analogía las civilizaciones como los mamíferos son mortales.

Sin embargo, los economistas modernos, en particular los del “establishment” actual de las instituciones mundiales, han olvidado la muerte, obnubilados por el crecimiento infinito y el progreso eterno. El crecimiento económico (imperativo dogmático estructurante de la acumulación del capital) se fue transformando así en una verdadera actitud religiosa, que se manifiesta en la fe sostenida en “el progreso”. La economía es una parte de las sociedades, y estas están sujetas a las Leyes de la termodinámica.  Muy particularmente a la segunda ley, de la entropía. La Tierra como sistema relativamente aislado está sujeta a esta ley, porque los procesos que transforman la materia y la energía son irreversibles. La entropía crece irremediablemente con la transformación de los recursos no renovables de la producción. Por esto, la economía debe pensarse como bioeconomía, como señaló el economista rumano-americano Nicholas Georgescu-Roegen (1906-1994). Este economista, al igual que el informe de Roma en 1972 incorporaron esta ley a los análisis prospectivos de la Tierra y dictaminaron que este modelo de crecimiento económico moderno es “el problema”, porque en un planeta finito en energía viviente y materias primas no puede haber crecimiento infinito. Problema no solo para los humanos, sino para la vida tal cual la conocemos.  El combustible que quemamos en el coche no podrá ser utilizado otra vez, pasando a ser en el sistema Tierra   por la intervención humana una energía de alta entropía, el CO2. Este es el punto ciego irremediable por lo cual el cambio de paradigma y de civilización ahora es ineluctable. Nuestra sociedad no puede dejar de lado su “adicción” a las energías fósiles, y aunque lo quisiera, ya no puede y parece ser que ya es tarde…, aunque siga siendo inevitable por necesaria para la continuidad de la vida.

Hace más de cincuenta años que estamos ya alertados por la ciencia sobre lo que nos acontece ahora, como humanidad y como Terrestres. Muchos creen, sin embargo, que la ecología es promover el no crecimiento, la pérdida de calidad de vida y el sufrimiento como criterio ético no democrático. Desde el pensamiento ecoocreativo, pensamos que no hay ecología sin mayor profundidad democrática, porque ser críticos al progreso y al crecimiento en sus perspectivas modernas eurocéntricas no quiere decir que se promueva el a-crecimiento, ni de colaborar con la degradación de la vida que genera lo que es justamente criticado. Sin embargo, la tarea democrática actual implica decidir qué es lo que debe decrecer, respondiendo desde lo político y con escucha abierta polifónicamente al ¿cómo, ¿cuándo, ¿dónde, por qué, para qué? El autoritarismo moderno no se manifestará en marchas uniformes de individuos fanatizados en escenografías épicas loando a un líder carismático, sino más bien como maneras institucionales “ecofascistas” para blindarse a las alternativas postneoliberales. Sin embargo, es esperable que podrán teatralizar escenografías con lideres “salvíficos” y proféticos, inspirados en guiones de Hollywood y plataformas de videojuegos virtuales, monopolizados por el nuevo héroe propietario del Metaverso.

En la actualidad, se está dado una forma de desglobalización económica-financiera como consecuencias de las tensiones geopolíticas y por los compromisos de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Además, parece que entramos, con mucha tensión política y presión vital, en un cambio civilizacional del imaginario hegemónico y paradigmático (en sentido epistémico). Este depende de hacer consciente a modo “pluriversal” nuestra relación con el contexto socioambiental, pensando más allá del mero “individuo” y sus intereses inmediatos de satisfacción. Es decir, todo parece indicar que deberemos abandonar los criterios de Bernard de Mandeville, el creador de La fábula de las abejas y verdadero mentor del pensamiento liberal en el siglo XVIII con el adagio “Los vicios privados hacen a la virtud pública”. Este escritor libertino y tan criticado en su época previa a la revolución francesa, hacia la promoción del exceso y la desmesura individual por incitación al consumo para incentivar la producción de deseos de riquezas infinita y posesión ilimitada, como soporte social del trabajo y el comercio para que las sociedades sean prosperas. Lo que no pensó Bernard De Mandeville es que el exceso y la desmesura (hubrys) deberán ser reemplazada, al final de cuentas, por la versión de la Grecia Clásica de Phronesis (la prudencia y la sabiduría razonable para vivir mejor), o como dicen los pueblos originarios de América, por el principio de Sumak-kawsay (Buen Vivir).

Es mejor, según nos enseñan los mitos antiguos en los relatos de Ovidio, no tener la suerte de Eurisython, el príncipe de los Pelasgos, quién fue condenado a un hambre insaciable por Deméter, la diosa de la agricultura y la naturaleza. Esto fue a causa de y desmesura (hubrys) por talar un enorme árbol sagrado dedicado a ella, para hacer un salón de fiestas fastuoso, que mostrara su poder y bienestar. El castigo fue trágico y a la vez ejemplar: fue condenado a un hambre insaciable, muriendo trágicamente por autofagia, devorándose a sí mismo, a pesar de que su hija no lo abandono, queriendo ayudarlo para evitar su desgracia, inevitable.