Por Guillermo Ricca. Dr. en Filosofía

El cordobesismo—que ya tiene su mito oficial, salido de la escritura de su amanuense, Federico Zapata—se presenta como neutral en una elección en la que nunca estuvo más claro el antagonismo: democracia o fascismo. No podía ser otro el derrotero de quienes hicieron del peronismo de Córdoba el representante político de los intereses más reaccionarios de la sociedad cordobesa: desde la Sociedad Rural hasta la Fundación Mediterránea, organismo creado para dotar a la dictadura que se inició en 1976 de un programa de aplicación del neoliberalismo en estas pampas; léase: aniquilación de cualquier pretensión de democracia social con los trabajadores dentro. El cordobesismo que Schiaretti encabeza orgulloso viene a ser la formulación de una extraña paradoja: un peronismo sin peronismo, un peronismo amigo de Macri y de Milei y odiador del kirchnerismo (No estoy describiendo a Luis Juez). 

Eso sí: a la vez proclama el fin de la grieta. Alguien debería recordarles a los muchachos que la grieta es el FMI, la escandalosa cifra de niños en la pobreza, los seiscientos mil pobres del gran Córdoba y la no menos escandalosa renta fugada de la alta burguesía (incluida la de Córdoba). Declamadores y proclamadores hay muchos, pero hay una sola realidad. El cordobesismo ostenta el raro orgullo de haber bajado las jubilaciones de los docentes entre gallos y media noche, de precarizar a los docentes de la Universidad Provincial, de dejar que las escuelas se caigan a pedazos, de no haber hecho un plan de viviendas para resolver la severa crisis habitacional de la provincia en veinte años. Todos “logros” que difícilmente puedan inscribirse en la memoria popular y que hacen coro al deseo de Milei de borrar derechos conquistados democráticamente.

El politólogo Federico Zapata acaba de darle forma a ese relato en Los muchachos cordobeses, la narración de cómo el peronismo de Córdoba en la versión de Schiaretti—tengo mis dudas acerca de si De La Sota acompañaría el desvarío de coquetear con propuestas que incluyen la venta de órganos y de niños, la reivindicación del terrorismo de Estado o la incautación de depósitos de los argentinos—terminó configurando un supuesto “modelo alternativo” al del país “ambacentrado”. 

El libro de Zapata parece una re versión de la tesis de Bruno Bauer, referida por Marx en La cuestión judía. Si los judíos del siglo XIX deseaban acceder a los derechos consagrados en la Declaración Universal de los Derechos de Hombre, la solución de Bauer era simple, por no decir simplista: que se hicieran cristianos y dejaran de ser judíos. El peronismo de Córdoba es exitoso, según Zapata, porque decidió ser cordobés y dejar de obstinarse en ser peronista. Claro, después de la dictadura no había mucho con qué obstinarse, una enorme masa de cuadros fue diezmada en los campos de concentración emplazados a tal fin. Algo de lo que tampoco dice mucho, por no decir nada, el relato de Zapata. Pero, además ¿qué es ser cordobés? ¿Ser conservador? ¿Ser gorila? ¿burgués? El anti porteñismo no es propiedad exclusiva de los cordobeses. Además, la oligarquía de Córdoba tiene más que aceitados vínculos familiares y sociales con los poderes de la ciudad que mira al río, incluido el propio gobernador que no dejó de hacer público su deseo de aliarse con Horacio Rodríguez Larreta, aunque imposte y sobre actúe el cantito cordobés ante los micrófonos complacientes de los medios de la pauta. 

El peronismo de Córdoba tiene la oportunidad histórica de reivindicarse, de encender los candiles, porque los brujos piensan en volver a nublarnos el camino, como supo decir un iluminado Charly García en años de oscuridad. Reivindicarse sería votar por la memoria de sus muertos y no hipotecar la vida de los cordobeses por odios personales o deseos de venganza.