La Argentina tiene muchos problemas, crónicos. Días atrás, en un curso que estoy dando sobre revistas de los años setenta, veíamos como una misma secuencia se repetía como en un bucle, con distintos actores, desde la revista Contorno (1953-1958) hasta Los libros (1965-1975). Pero también pasan cosas novedosas. Andrés El cuervo Larroque lo dijo hace unas semanas con una precisión quirúrgica: la oposición en Argentina trabaja para el oficialismo de la corporación económica. Lo que no dijo es que hay que incluir ahí a casi todo el ya mal denominado periodismo. Por un lado, casi todo lo que alguna vez supo ser el periodismo es hoy una práctica troll al servicio del lado oscuro.

Es decir, al servicio de intereses inconfesables. Semana tras semana vemos como la máquina de producir información, algo parecido a la máquina de narrar de Macedonio en La ciudad ausente, de Piglia, pero sin la parte poética, nos tira por la cabeza alguna nueva ficción apocalíptica. Primero fue el griterío anti vacuna: porque nos iban a envenenar, dijo la inefable pitonisa de las catástrofes que nunca llegan, a coro con el mercenario más caro de la industria troll, a quien no es saludable nombrar. Antes, había sido la infectadura, a cargo del neoyuppie Fernando Iglesias, del brazo con Juan José Sebreli (no el de los setenta, sino esta versión de derecha ultra amarga).

Después, porque no traían vacunas yanquis en lugar de traer vacunas rusas y vacunas chinas. Como si las vacunas te inocularan la dialéctica de Mao o el Qué Hacer de Lenin por vía intramuscular. Luego, en el rulo de repeticiones borgeanas, llegó el turno de los “ataques a la república”. Aquí habría que detenerse porque muchos de los que enarbolan esa palabra saldrían corriendo espantados si supieran que Maquiavelo, Spinoza y Rosseau pertenecen a esa tradición con la que se llenan la boca cada vez que un juez decide investigar a la mesa judicial del expresidente Macri, o el sistema de espionaje instalado para espiar, perseguir y armar causas a opositores. Esa misma gente, bella y blanca, es la que se horroriza por Venezuela y por Nicaragua, pero no dice nada de lo que sucede en Perú donde un maestro rural ganó las elecciones, pero, la OEA con el cipayo Almagro a la cabeza, apoya a Keiko Fujimori para que Pedro Castillo no pueda asumir el cargo por el que fue votado por una amplia mayoría.

La lista de disparates de la oposición troll—me refiero claro está a lo que representan Clarín, La Nación, Perfil y sus satélites desparramados por las crueles provincias—nos sorprende cada semana con un nuevo capítulo de “nado sincronizado”. Esta semana que pasó, la coreografía giró alrededor de la palabra “Autocracia”. El argumento—si es que hay tal—es un breve silogismo que reza más o menos así: si el oficialismo gana las elecciones de medio término, vamos hacia una dictadura, como Venezuela o, peor, como la Nicaragua de Daniel Ortega. Democracia, mal que le pese a la minoría bella y blanca, significa gobierno de las mayorías. No está previsto, en el régimen democrático, un achicamiento voluntario de las mayorías por el miedo de las minorías. Theodor Adorno dijo alguna vez que un fascista es un burgués asustado.

Un párrafo aparte merece la intelectual más reputada de la oposición a cualquier forma de peronismo, me refiero a Beatriz Sarlo. Su desprecio hacia cualquier cosa que huela a peronismo—el peronismo siempre tiene olor, la minoría bella y blanca, obviamente, no—la lleva a prestar su discurso a formas del ultraje que, en definitiva, se resuelven en diferentes variaciones de ese proverbio que dice: cortar la rama en la que uno está sentado.

Sarlo ejerce esa lengua del ultraje hacia cualquier variante del peronismo y es capaz de hacerlo con una mala fe que solo puede anidar en un alma bella. Y blanca. En Los diarios de Emilio Renzi, Ricardo Piglia anota una impresión, a propósito de un encuentro con Beatríz Sarlo: “Beatriz, que al hablar en público (aunque sea en un diálogo conmigo), imposta no la voz, sino el léxico, que se llena de palabras rebuscadas, términos extranjeros, expresiones del español antiguo […] Parece como si siempre hablara frente al espejo” . Esta semana murió Horacio González, el más grande intelectual que ha dado este país, por lejos. Sarlo escribió una despedida en Clarín, donde no hace otra cosa que eso que dice Piglia: hablar frente al espejo.

La derecha no tiene intelectuales. Intelectual de derecha es un oxímoron. La derecha sí tiene cuadros técnicos, publicistas, grandes aparatos ideológicos y ahora, ejércitos de trolls, algunos con DNI y un extenso Curriculum Vitae, otros anónimos. No hace falta pensar para nadar con la corriente. No es necesaria la crítica si no interesa la verdad. Causa cierta tristeza ver el espectáculo decadente de esas treinta firmas alertando acerca de que ya viene el lobo autoritario. Imagino que debe ser parte de una estrategia de campaña electoral. Me cuesta creer que el inveterado e inmune antiperonismo de Sarlo la lleve a pensar, honestamente, que en este país está en peligro el funcionamiento republicano y libre de las instituciones, bajo un gobierno en extremo dialoguista, con quienes no quieren dialogar porque siempre se han solazado, con champan en la mano, en la muerte de sus compatriotas. Cuesta creerlo porque ninguna de estas voces se escuchó a propósito de la confesada y pública “Mesa Judicial” macrista, instaurada para apretar jueces o, como sucedió con la ex procuradora Alejandra Gils Carbó, cuando amenazaron a sus hijas desde las páginas mismas del diario Clarín, para que renunciara. Nunca entenderé como es que se combate a la supuesta mafia, aliándose con la mafia.

[1] Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi, Un día en la vida. Buenos Aires, 2017, Anagrama, p. 46.