Por Guillermo Ricca. Dr. en Filosofía.
Schiaretti, Gutiérrez y demás dirigentes del cordobesismo hicieron la última campaña electoral bajo este motivo: el de la defensa de Córdoba. Todo discurso de defensa es un discurso de la violencia. Hay un par de libros recientes de dos filósofas contemporáneas, Defenderse, de Elsa Dorlin y La fuerza de la no violencia de Judith Butler, en ambos se aborda el problema de la violencia defensiva. Hablar de defenderse supone una agresión previa que, además, en este caso sería una agresión prolongada y sostenida sobre todo por los gobiernos populares y peronistas. No enarbolaba ese discurso el gobernador Schiaretti en épocas de la presidencia de su amigo Mauricio Macri.
En un libro memorable por varias razones, Diego Tatián rescata del archivo dos registros, mediados por menos de un siglo, que dan cuenta de la infatuación cordobesista. La primera, de Domingo F. Sarmiento, en el Facundo. En el capítulo VII de esa especie de panfleto, novela y filosofía de la historia argentina, el sanjuanino compara a Córdoba con Buenos Aires; si en Buenos Aires El Contrato Socialde Rosseau, el Cándidode Voltaire o La democracia en América, de Tocqueville pasan de mano en mano, en esa catacumba española llamada Córdoba “se desprecian los idiomas vivos” y no sólo en la Universidad […] “el pueblo de la ciudad, compuesto de artesanos, participa del espíritu de las clases altas; el maestro zapatero se daba aires de doctor en la zapatería y os enderezaba un texto latino al tomaros gravemente la medida; el ergo andaba por las cocinas, la boca de los mendigos y locos de la ciudad, y toda disputa entre ganapanes tomaba el tono y la forma de conclusiones” (Tatian, D., p11).
En la Córdoba que describe Sarmiento no hay teatros ni diarios, pero hay un convento en cada manzana y cada familia tiene un hijo fraile o una hija monja. Para Córdoba, en definitiva, no existe otra cosa en el mundo más que Córdoba. Es cierto, tiene una universidad, pero de allí sólo han salido abogados y ningún escritor que valga la pena recordar, dice Sarmiento. La otra referencia es la tremenda elegía del poeta Raúl González Tuñón para su amigo Deodoro Roca, instigador y dirigente del movimiento de la Reforma universitaria. Allí Tuñón retrata una Córdoba de “nichos con espectros feroces”, de “ventanas ciegas”, “de antiguos muertos de levita” y “retratos al óleo de los antiguos muertos de levita…, que todavía, más allá de la ceniza, consiguen opíparos nombramientos oficiales para sus descendientes”; Córdoba –continuaba González Tuñón– de “marchitas vírgenes arrepentidas, arañas nocturnas hilando infamias, el cretino importante y las familias venidas a menos”; Córdoba “con poetas que hablan de efebos rosados, con ruiseñores ciegos”; Córdoba “del pequeño burgués, del filofascista y del encapuchado, topo, rata huidiza, mosca verde”. “Negra ciénaga, vivo cangrejal oscuro”, esa Córdoba es ciudad “triste de toda tristeza”: arañas, sudarios, “telegramas del señor ministro, subvenciones a campos de concentración, murciélagos y nidos de murciélagos” (Tatián, D 2016, p12). Quizás se trate de la más remota genealogía de la isla, como la denominó Eduardo Angeloz o de la ideología con que se embandera el pejota cordobés, desde José Manuel De La Sota hasta nuestros días.
El conservadurismo propio del humus de una cultura de contrarreforma, como la caracterizó José María. Aricó a mediados de los años sesenta, se fortalece aquí con la vena antidemocrática que demoniza cualquier expresión transformadora o progresista en política para dejar legítimamente en el juego a la única forma de vida posible en Córdoba: la vida de derecha.
Córdoba es blanca, gringa, gorila y conservadora. Schiaretti, “el gringo” representa esos valores que hacen posible que el neoliberalismo sea hegemónico en Córdoba. El encono de Schiaretti hacia el gobierno nacional y hacia el Frente de Todos, sobreactuado en la supuesta excepción cordobesa, esa sedimentación reaccionaria de la identidad provincial es explotada desde Hacemos por Córdoba para instalar una supuesta superación de la mal llamada grieta en beneficio de un peronismo pardo, neoliberal y apolítico. Un peronismo neutral, suizo; un peronismo sin peronismo. No hay peronismo sin justicia social y no hay justicia social sin conflicto por el excedente del crecimiento económico.
El aval del cordobesismo a las amenazas de la derecha hacia los trabajadores hace de Schiaretti una figura casi indistinguible del ahora devenido referente de la derecha cambiemita, Luis Juez. Los seguidores de The Beatles coleccionan discos de The Beatles, no de bandas tributo. Los neoliberales votan neoliberales y el peronismo neoliberal es política melancólica.
La figura social y cultural que sedimenta esas pasiones es la del colono, antiguo nombre, en el habla pueblerina, de los productores rurales. La figura del productor rural estuvo atravesada desde mediados del siglo XIX por otra: la de un colonizador que mira con desprecio paternalista y racializado–como todo colonizador–a los nativos de piel más oscura y que generalmente terminan explotados como peones en sus campos, en los pueblos de la campaña.
El epicentro de esta historia es el sur de la provincia de Santa Fe, pero muy pronto se extiende a Córdoba, a comienzos del siglo XX. No en vano las reivindicaciones del peronismo empezaron por los peones rurales, trabajadores que hacían su trabajo como migrantes y despojados de cualquier derecho. La relación del colono con el peón rural es, a escala, la relación que Frantz Fanon describe en Piel negra máscaras blancas: una relación de exterioridad y de subalternización. La ciudad colonial es limpia y blanca, la del colonizado huele a aguas servidas. La realidad que describe Fanon en los años sesenta a propósito de Argelia se puede ver a escala en la cartografía de cada pueblito de Córdoba, dividido por el ferrocarril: de un lado los gringos, los que trabajan y acumulan, del otro los negros, los que trabajan cuando hay trabajo y cobran subsidios para sobrevivir.
Como dice Judith Butler, aun hoy Fanon nos permite entender las fantasías raciales que informan las dimensiones éticas de la biopolítica y que se reflejan en el tipo de tratamiento que Córdoba dio a la pandemia de covid 19 haciendo también de los contagios un hacer vivir y dejar morir hasta que la situación se manifestó a todas luces como estallada.
¿Qué implicancias tiene el discurso de la autodefensa en relación con una conceptualización ético-política de la violencia? Volvamos, una vez más, a Judith Butler. El discurso de la autodefensa es un discurso de la violencia en la medida en que se plantea como respuesta legítima a una supuesta agresión. Como sostiene Butler, autodefensa es un término altamente ambiguo que ha dado lugar a todo tipo de violencias que, bajo su máscara, se han auto identificado como defensivas de posibles ataques: desde la guerra imperial norteamericana en oriente medio hasta el Patriot Act. Pero, además, “puede extenderse—y en la práctica lo hace—a la defensa de seres queridos […] a los que se considera cercanos a nosotros” (Butler, J., 2020, p 69). Con lo cual, aparece la excepción—en el caso del cordobesismo, la excepción
insular—que permite justificar una violencia simbólica en términos de defensa de la región e identificación con el federalismo. La pregunta que se hace Butler es quienes son los próximos y semejantes que constituyen el nosotros que se defiende y quienes no entran en esa identificación.
La lógica de la interdicción excepcional que habilita el discurso de la defensa instaura una lógica bélica: defenderemos a Córdoba contra un enemigo que no es otro que el gobierno nacional. Defender a Córdoba de su integración a la nación, si bien es nada más que una abstracción verbal con fines de manipulación demagógica, en un sentido, vulgar, sin embargo, en la medida en que es efectiva cumple con el destino histórico que se asignaron a sí mismas las oligarquías: impedir la realización de la nación que, en la perspectiva histórico-política que representa el peronismo no es otra cosa que realización de la igualdad.
El discurso defensivo de Schiaretti se asimila así al discurso de las derechas antiigualitarias por otra vía y las representa en la noche cordobesista en la que todos los gatos son pardos.