Por Guillermo Ricca. Dr. en Filosofía 

El ex periodista devenido mercenario del grupo Clarín, Jorge Lanata, logró que propios y ajenos utilicen una palabra vacía como aquello que designa, para referir el conflicto político. Por el bien de nuestra democracia aún por venir, sería saludable dejar de utilizar la palabrita en cuestión.

La historia argentina y de América Latina exhibe aún los espasmos del ascenso de las masas a la vida política que hizo su irrupción en los albores del siglo pasado. La pregunta de las élites, de las oligarquías, fue, en efecto ésta: qué hacer con las masas, cómo incorporarlas al orden social. La respuesta que esas mismas oligarquías imaginaron implicó un lugar subalterno, tanto social como económico y más aun político, para las mayorías.

La ley Sáenz Peña de voto secreto, obligatorio y universal fue instituida para frenar los tumultos de las multitudes obreras anarquistas, socialistas y comunistas; pero, también para dar lugar al autoproclamado “fraude patriótico” y así evitar que esos mismos sectores construyeran poder de manera autónoma.

La llegada de Hipólito Yrigoyen al gobierno, en medio de la decadencia política de los sectores oligárquicos, no sólo en Argentina sino en toda América Latina, abrió un nuevo capítulo de la invención política: el surgimiento de los movimientos nacional populares, cuyo ideario, mal que les pese a nuestros reputados neoliberales, fue aportado por la Reforma Universitaria de 1918. El golpe de Uriburu en 1930 es la respuesta de las élites oligárquicas al ascenso de las masas a la vida política por la vía nacional popular. Lo que sigue es sabido: el diecisiete de octubre de 1945 se inicia otro capítulo de la invención popular democrática que conocerá respuestas aún más violentas. El peronismo padeció bombardeos de la Fuerza Aérea sobre la población civil en 1955, fusilamientos de militantes en José León Suarez, inmortalizados por la pluma exquisita de Rodolfo Walsh en Operación Masacre; dieciocho años de proscripción y, desde 1976 a 1983 un genocidio para exterminar de raíz al hecho maldito del país burgués, como le llamo Jhon Wiliam Cooke.

Como espectros, como una pesadilla de las oligarquías, los muertos retornan de sus fosas comunes y se multiplican por miles y miles, entre las nuevas generaciones de militantes.

De manera espectral, el peronismo retorna. Como una obstinación popular que parece alimentarse de las mismas persecuciones y odios que se encarnizan con su existencia. Los peronistas se reproducen en la persecución, como esas especies salvajes que, al verse amenazadas por el fuego, se ponen a coger en medio del incendio, para no desaparecer. Las nuevas derechas parecen ignorar la historia del movimiento popular y repiten su odio, sintomáticamente. Eso que el periodismo mercenario denomina grieta es el inconsciente de un orden político de fantasía: una sociedad sin trabajadores o, mejor, una sociedad en la cual los trabajadores no hablan, no se atreven a la invención política y sólo obedecen las órdenes de sus superiores. Una Argentina sin peronismo. Ese fue el sueño de todas las violencias políticas desplegadas contra el pueblo en el corto siglo XX.

Porque, digámoslo claramente: los sectores oligárquicos se creen superiores, no sólo por sus privilegios heredados, sino también por su herencia genética: son racistas. Las clases medias que esas oligarquías se agenciaron para expandir su evangelio creen más fervientemente aún que las mismas oligarquías en la propia superioridad sobre esos negros. La secuencia de ese conflicto que el ex periodista Lanata nombra con la palabra “grieta” es aquella que Ernesto Semán sintetiza en su Breve historia del antipopulismo: gaucho-compadrito-cabecita negra-choriplanero; a la que habría que agregar, aquella que acuñara David Viñas a propósito de Walsh: intelectual subversivo.

Como bien señaló Silvia Schwarzböck, la clase media es aquella que asume como propia la moral que los aristócratas proclaman, pero no practican. La clase media asume el cinismo de las clases altas como nobleza y lo traduce para sí como su propia decencia. Se vuelven misioneros de un evangelio del odio a los sectores populares, como la única forma que han encontrado para diferenciarse de aquella secuencia maldita.