En un tiempo de dificultades y profundos dolores ligados al temor y a las pérdidas, la vida se torna un desafío. Cada vez nos tocan mas de cerca las despedidas y los recuerdos que transformamos en obituarios virtuales. Hacemos público el dolor y con él los desgarros del alma.

Nos quedan preguntas sin responder, palabras sin decir, experiencias y anhelos pendientes que sucumben ante la pérdida de aquel o aquella con quien añoramos compartir mucho mas que lo vivido hasta aquí. ¿Qué sentido se puede atribuir a la muerte de nuestros afectos mas allá del dolor y la pérdida? ¿Cómo seguir adelante bajo el peso progresivo de las ausencias?

Freud hizo suyo el viejo apotegma Si vis pacem, para bellum -si quieres conservar la paz ármate para la guerra- al concluir uno de sus escritos con una singular elaboración: Si vis vitam, para mortem -si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte-. Bajo este principio, aparentemente escabroso, nos invita a salir del adormecimiento con el que hacemos frente a la cotidianeidad y al sofocamiento de la idea de la muerte. El reconocimiento de lo circunstancial de nuestra existencia abre nuevos sentidos a lo vivido, a lo que se transita y a lo que se proyecta en el devenir.

La muerte ajena nos inunda de dolor; nos obliga a claudicar la posibilidad de diálogos, reencuentros y nuevas vivencias con quien ya no está. ¿Hacer mas penosa nuestra vida es la única razón atribuible a la muerte? Quizás en un primer momento parecería serlo. Pero también la muerte nos confronta con la angustia de nuestra propia finitud, y en ese encuentro terrorífico y proyectivo con la muerte propia, podemos hallar un nuevo sentido a la vida propia.

¿Cuál es la razón por la cual se vive? Quizás para aprender de lo que va mas allá de nuestra voluntad. Rememorar gratamente lo compartido con quienes ya no están, da sentido al paso fugaz que ciertas personas tuvieron en nuestras vidas. Celebrar lo vivido nos invita a repensar el presente transformando en acción lo postergado innecesariamente. De ese modo los momentos se vuelven únicos y se prioriza lo esencial.

El presente se torna una oportunidad para decir y  hacer aquello que no merece ser postergado, desvaneciendo las excusas y las urgencias banales. Así se halla una vía para sostener en alto nuestra vida, para soportarla, permitiendo que tambalee ante el dolor pero que no caiga con él.

Si la vida nos depara mucho por hacer y por ganar, también nos ofrece su contracara: resignar valiosas piezas que debemos perder. En ese doble juego recuperamos el sentido de cada momento vivido y por vivir. Prepararse para la muerte no es otra cosa que revisar el sentido que le damos a nuestra vida.